En Olinda, el que va con una lupa y busca con atención puede encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de alfiler donde, mirando con un poco de aumento, se ven dentro los techos las antenas las claraboyas los jardines los tazones de las fuentes, las ayas de las calzadas, los quioscos de las plazas, la pista para las carreras de caballos. Ese punto no se queda ahí: después de un año se lo encuentra grande como medio limón, después como un hongo políporo, después como un plato de sopa. Y entonces se convierte en una ciudad de tamaño natural, encerrada dentro de la ciudad de antes: una nueva ciudad que se abre paso en medio de la ciudad de antes y la empuja hacia afuera.
Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en círculos concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año aumentan un anillo. Pero a las otras ciudades les queda en el medio el viejo recinto amurallado, ceñidísimo, bien apretado, del que brotan resecos los campanarios las torres los tejados las cúpulas, mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un cinturón que se desata. En Olinda no: las viejas murallas se dilatan, llevándose consigo los barrios antiguos, que crecen en los confines de la ciudad, manteniendo las proporciones en un horizonte más ancho; éstos circundan barrios un poco menos viejos, aunque de perímetro mayor y afinados para dejar sitio a los más recientes que empujan desde adentro; y así hasta el corazón de la ciudad: una Olinda completamente nueva que en sus dimensiones reducidas conserva los rasgos y el flujo de linfa de la primera Olinda y de todas las Olindas que han brotado una de la otra; y dentro de ese círculo más interno ya brotan --pero es difícil distinguirlas-- la Olinda venidera y aquellas que crecerán a continuación.
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